POR UNA NOCHE acepté acompañar a mi pareja al Jockey plaza. Aunque me resulta un poco tedioso, accedí bajo la amenaza de un torso delgado insignificantemente cubierto que caminaba indiferente por la sala. Stephanie es, cómo decirlo… una chica fashion. Nunca ha deseado quedarse atrás ante la mirada inquietante de sus amigas. Siempre anda pendiente de toda revista femenina. Dieta, maquillaje, ropa, etc. Y en esta ocasión, había quedado enamorada de unas sandalias con adornos incas. En fin, asentí; mientras que me deje ver el fútbol y algo más, todo estaría en las manos de Dios.
Al día siguiente llegamos, ella sacó de su cartera sus lentes gigantescos para acompasar con todos los ahí presente. Era la gloria para Stephanie. Todos los seres de ese planeta eran como ella, todos caminaban igual que ella, vestían como ella, inclusive utilizaban el mismo dejo juvenil de ella. Obvio. Todos eran idénticos. Pero aunque no me guste decirlo, debo mencionar lo bien que los ojos se deleitan. Hay que aceptar que esos maniquís andantes alegran el día con tan sólo una mirada y la imaginación.
Ya en Ripley, al entrar, una chica vestida de azafata se nos acercó. Señorita, quisie… pero apenas empezó a vocalizar su pregunta, Stephanie, como siempre, se manifestó. Qué tienes, oye; ¡fíjate! La miró de los pies a la cabeza con una mirada entre retadora y compasiva; yo ni me inmute. Era una chica de rasgos mestizos que ofrecía perfumes. Ay, desde que los dejan entrar ya creen que pueden igualarse, ¡cholos progresistas! Así era ella, toda una dama de alcurnia, sin embargo me daba igual, que diga lo que sea; yo quería mi noche y no pensaba enfadarme.
La manera como nos conocimos fue muy extraña. Me acuerdo que le di un pañuelo en una banca del Parque de la Amistad. Lloraba como un infante, pensé que tal vez su enamorado la habría dejado o algo por el estilo, pero no fue así. Resulta que su padre, cansado de mantener sus caprichitos, dejó de mantenerla en el departamento que alquilaba a unas pocas cuadras de ahí. Estaba sola y en la calle. Me contó todo lo sucedido aquella noche con los más insignificantes detalles, fui una especie de paño de lágrimas. Yo, muy amable, decidí darle hospedaje en mi cuarto. Fue una noche que nunca olvidaré. Ya cuando formalizamos e hizo las paces con su familia, los aires de superioridad volvieron a su día a día. Quién iba a pensar que me terminaría enamorando de aquella chica.
Al caminar por ese planeta, era la víspera para el verano y la navidad. Papa Noel, y demás duendes que nunca me interesaron, significaban un verdadero dolor de cabeza para mí. En el edificio se encontraba un batallón de madres y otro de hijas. Desde pequeñas ya las preparan para la guerra. Las chiquillas corrían por aquí, por allá; gritaban, que Barbie, que mi ropa; y todo era rosado: un caos. Todo lo que habría que soportar.
Stephanie me llevó al tercer piso, volvimos al segundo, el primero, y así. Era una odisea. Ella miraba todos los productos con un afán de trance adictivo. Faltaba poco para que empezara a correr saliva de su boca. Ese festival de ropas, colores y perfumes la traía loca. ¿Qué tal me queda este Juan? Y ni bien terminaba de preguntarme: No, no, mejor éste. No sé para qué se molestaba en preguntarme si todos esos minúsculos polos la hacían verse tan bien. Es más, por mi parte, la prefería sin ellos. Además, por qué pedir mi opinión si nunca me dejaba opinar. Y éste… ay, no, mira éste, que lindo. Stephanie chequeó los bikinis, los shorts, media tienda en general, hasta que recordó para qué había venido. Las sandalias, Juan; las sandalias. Quería esas malditas sandalias con aires incas. Pero si tú a las justas sabes de Pachacutec, le dije. Cállate, ya. Wiracocha fue su padre. Era lo peor de todo, no entendía la naturaleza de este espécimen. ¿Era o se hacía? En fin, sólo me quedó optar por seguirla y continuar con la odisea. Luego, Stephanie buscó durante largo tiempo, y nada. Esas sandalias no estaban, no aparecían por ningún lugar en todo el edificio. Pero yo las había visto en el catálogo, me decía. Para aquel instante yo ya estaba resignado a seguirla y observarla como un simple tercero.
Ya habían concurrido más de tres horas, llevábamos aquí toda la mañana y como era de esperarse, ya estaba hastiado con todo: las mocosas, el rosado, las faldas, todo. Disimulé perderme ante el permanente reniego de ella. Por suerte, en los televisores, se veía un partido de la Champions league. Un verdadero partido. Creía entonces que la tortura había cesado. El alivio era tenue, pero cuando di un suspiro… Mi amor, mi amor, mira, ven... no vas a creer lo que encontré. No otra vez. La pesadilla se había reanimado. Lo más desesperante y temible era la pasividad con que ella me llevaba al tomarme de la mano. No la había visto tan tierna durante toda la mañana, y ahora, su amabilidad me intrigaba. Te aseguro que te van a gustar, me decía durante el trayecto. ¿Me van a gustar? Acaso sería algo para mí. Sería tan dulce ella, tan sólo una vez en su vida se había dignado a regalarme algo, y fue en la navidad del año pasado. Tal vez ella estaba acostumbrada a dar un regalo por año, solamente en esta fecha. Lástima que la ilusión durara sólo unos pasos. Mira, ¿no son lindas?. Eran sus malditas, pero malditas y desgraciadas sandalias de toque inca. Quién diría que esta niña que siempre criticaba a los cholos, saliera con que deseaba unas sandalias incas. Quién te comprende mujer, ni Dios... todas están locas, pensé en voz alta. Y todos son unos perros, me contestó con naturalidad. Stephanie empezó a catar las sandalias con una sonrisa que me destrozaba el alma. Pero mira, me quedan preciosas, dime si no me quedan preciosas, mi amor. Entonces recordé mi noche, y sólo me resigne a decir cuanto ella quisiese. Si quería estar acorde con sus amigas, que lo esté. Si quería estar más delgada, que lo esté. Si quería esas sandalias, pues que las tenga. ¿Total?, aceptaría todo por una noche. ¿Me lo compras, mi amor? -todo, menos eso- ¡Qué! Tú estás loca. Yo pensé que tú te lo ibas a comprar. Ya pues mi amor, mira que sino no te doy tu regalito, eh. Aceptaría todo, dije antes; pero no eso. Y para colmo de males, era mejor extorsionista que el mismo diablo. Oye Stephanie, todavía no es quincena, a mi me depositan los lunes, argüí. Sin embargo, terminada esta frase, que si bien parecía una excusa era la verdad, la amabilidad de mi pareja cambió rápidamente al fruncir el ceño. Stephanie no era de hacer escándalos en la calle, es lo bueno de su familia; pero incluso así, los vendedores no dejaban de verla cuando ella miraba al piso encolerizada. Se mantuvo así durante unos segundos, y ello no significaba más que la cólera se haría presente en su mirada. Lo siento linda, pero… Si, si, si; lo sé. A ti te depositan los lunes. Si, mi amor, discúlpame, pero… Ya, ya. Está bien. Ni bien terminó de decir esto, emprendió rumbo sin destino previo. Mis ansias por una noche se fueron por el drenaje.
Nos dirigíamos a la salida, ya estaba resignado a sus desplantes, a sus caprichos. No habría noche para mí. La salida era la única salida. Mi padre alguna vez me dijo: Hijo, hay que darles por su lado. Y hoy, el hombre, yace divorciado. Espera un momento, me dijo. Giramos y volvimos por donde salíamos. Stephanie sacó un labial de su cartera. Sí, mi cartera es una parte más de mi cuerpo, dijo al ver que la miraba con desdén. Después, con una destreza impecable, se pintó los labios mirando su reflejo en unos mostradores. Mi niña se veía más hermosa de lo que ya era. Espérame acá un momento, ya. Y diciendo esto se alejó de mí sin decir a donde iba. Entonces el estómago ya empezaba a reclamar mi cruel descuido con él. Ya llevábamos acá más de cuatro horas y era lógico que tenga hambre. Fue ahí, al cabo de unos largos minutos, que veo a Stephanie que se dirigía hacia mí con una sonrisa inefable. Ya no se le veía ni resentida ni malhumorada. Venía ella tan alegre, con su cartera en un brazo y el otro quebrando la muñeca, con cierto brillo en los ojos que hizo que me olvidara de mi estómago, llegaba caminando como una quinceañera al bajar las escaleras. Aunque parecía que habría ido al baño pues estaba algo despeinada y ya no tenía el labial en sus labios. Vamos, cariño, me dijo ni bien llegó. ¿Qué paso? ¿Por qué esa sonrisa? Ay, que sonsito que eres, y lanzó una pequeña carcajada. Por un momento creí que en verdad estaba loca. ¿No te das cuenta, tontito? ¿No vas a decirme lo hermosas que me quedan? ¡Loca de mierda! Tanto le habían impactado esas sandalias incas, que ahora, sin duda alguna, era la dueña de ellas. ¿Y las otras?, le pregunté. En mi cartera, ustedes los hombres no tienen idea para todo lo que sirve nuestra cartera. Era cierto, quién sabe para que artimañas satánicas las utilizarían.
Al final, salimos cada uno con una sonrisa sincera. Ella, por sus sandalias incas; y yo, por la noche que se venía. Y, así, todos fuimos felices.
Al día siguiente llegamos, ella sacó de su cartera sus lentes gigantescos para acompasar con todos los ahí presente. Era la gloria para Stephanie. Todos los seres de ese planeta eran como ella, todos caminaban igual que ella, vestían como ella, inclusive utilizaban el mismo dejo juvenil de ella. Obvio. Todos eran idénticos. Pero aunque no me guste decirlo, debo mencionar lo bien que los ojos se deleitan. Hay que aceptar que esos maniquís andantes alegran el día con tan sólo una mirada y la imaginación.
Ya en Ripley, al entrar, una chica vestida de azafata se nos acercó. Señorita, quisie… pero apenas empezó a vocalizar su pregunta, Stephanie, como siempre, se manifestó. Qué tienes, oye; ¡fíjate! La miró de los pies a la cabeza con una mirada entre retadora y compasiva; yo ni me inmute. Era una chica de rasgos mestizos que ofrecía perfumes. Ay, desde que los dejan entrar ya creen que pueden igualarse, ¡cholos progresistas! Así era ella, toda una dama de alcurnia, sin embargo me daba igual, que diga lo que sea; yo quería mi noche y no pensaba enfadarme.
La manera como nos conocimos fue muy extraña. Me acuerdo que le di un pañuelo en una banca del Parque de la Amistad. Lloraba como un infante, pensé que tal vez su enamorado la habría dejado o algo por el estilo, pero no fue así. Resulta que su padre, cansado de mantener sus caprichitos, dejó de mantenerla en el departamento que alquilaba a unas pocas cuadras de ahí. Estaba sola y en la calle. Me contó todo lo sucedido aquella noche con los más insignificantes detalles, fui una especie de paño de lágrimas. Yo, muy amable, decidí darle hospedaje en mi cuarto. Fue una noche que nunca olvidaré. Ya cuando formalizamos e hizo las paces con su familia, los aires de superioridad volvieron a su día a día. Quién iba a pensar que me terminaría enamorando de aquella chica.
Al caminar por ese planeta, era la víspera para el verano y la navidad. Papa Noel, y demás duendes que nunca me interesaron, significaban un verdadero dolor de cabeza para mí. En el edificio se encontraba un batallón de madres y otro de hijas. Desde pequeñas ya las preparan para la guerra. Las chiquillas corrían por aquí, por allá; gritaban, que Barbie, que mi ropa; y todo era rosado: un caos. Todo lo que habría que soportar.
Stephanie me llevó al tercer piso, volvimos al segundo, el primero, y así. Era una odisea. Ella miraba todos los productos con un afán de trance adictivo. Faltaba poco para que empezara a correr saliva de su boca. Ese festival de ropas, colores y perfumes la traía loca. ¿Qué tal me queda este Juan? Y ni bien terminaba de preguntarme: No, no, mejor éste. No sé para qué se molestaba en preguntarme si todos esos minúsculos polos la hacían verse tan bien. Es más, por mi parte, la prefería sin ellos. Además, por qué pedir mi opinión si nunca me dejaba opinar. Y éste… ay, no, mira éste, que lindo. Stephanie chequeó los bikinis, los shorts, media tienda en general, hasta que recordó para qué había venido. Las sandalias, Juan; las sandalias. Quería esas malditas sandalias con aires incas. Pero si tú a las justas sabes de Pachacutec, le dije. Cállate, ya. Wiracocha fue su padre. Era lo peor de todo, no entendía la naturaleza de este espécimen. ¿Era o se hacía? En fin, sólo me quedó optar por seguirla y continuar con la odisea. Luego, Stephanie buscó durante largo tiempo, y nada. Esas sandalias no estaban, no aparecían por ningún lugar en todo el edificio. Pero yo las había visto en el catálogo, me decía. Para aquel instante yo ya estaba resignado a seguirla y observarla como un simple tercero.
Ya habían concurrido más de tres horas, llevábamos aquí toda la mañana y como era de esperarse, ya estaba hastiado con todo: las mocosas, el rosado, las faldas, todo. Disimulé perderme ante el permanente reniego de ella. Por suerte, en los televisores, se veía un partido de la Champions league. Un verdadero partido. Creía entonces que la tortura había cesado. El alivio era tenue, pero cuando di un suspiro… Mi amor, mi amor, mira, ven... no vas a creer lo que encontré. No otra vez. La pesadilla se había reanimado. Lo más desesperante y temible era la pasividad con que ella me llevaba al tomarme de la mano. No la había visto tan tierna durante toda la mañana, y ahora, su amabilidad me intrigaba. Te aseguro que te van a gustar, me decía durante el trayecto. ¿Me van a gustar? Acaso sería algo para mí. Sería tan dulce ella, tan sólo una vez en su vida se había dignado a regalarme algo, y fue en la navidad del año pasado. Tal vez ella estaba acostumbrada a dar un regalo por año, solamente en esta fecha. Lástima que la ilusión durara sólo unos pasos. Mira, ¿no son lindas?. Eran sus malditas, pero malditas y desgraciadas sandalias de toque inca. Quién diría que esta niña que siempre criticaba a los cholos, saliera con que deseaba unas sandalias incas. Quién te comprende mujer, ni Dios... todas están locas, pensé en voz alta. Y todos son unos perros, me contestó con naturalidad. Stephanie empezó a catar las sandalias con una sonrisa que me destrozaba el alma. Pero mira, me quedan preciosas, dime si no me quedan preciosas, mi amor. Entonces recordé mi noche, y sólo me resigne a decir cuanto ella quisiese. Si quería estar acorde con sus amigas, que lo esté. Si quería estar más delgada, que lo esté. Si quería esas sandalias, pues que las tenga. ¿Total?, aceptaría todo por una noche. ¿Me lo compras, mi amor? -todo, menos eso- ¡Qué! Tú estás loca. Yo pensé que tú te lo ibas a comprar. Ya pues mi amor, mira que sino no te doy tu regalito, eh. Aceptaría todo, dije antes; pero no eso. Y para colmo de males, era mejor extorsionista que el mismo diablo. Oye Stephanie, todavía no es quincena, a mi me depositan los lunes, argüí. Sin embargo, terminada esta frase, que si bien parecía una excusa era la verdad, la amabilidad de mi pareja cambió rápidamente al fruncir el ceño. Stephanie no era de hacer escándalos en la calle, es lo bueno de su familia; pero incluso así, los vendedores no dejaban de verla cuando ella miraba al piso encolerizada. Se mantuvo así durante unos segundos, y ello no significaba más que la cólera se haría presente en su mirada. Lo siento linda, pero… Si, si, si; lo sé. A ti te depositan los lunes. Si, mi amor, discúlpame, pero… Ya, ya. Está bien. Ni bien terminó de decir esto, emprendió rumbo sin destino previo. Mis ansias por una noche se fueron por el drenaje.
Nos dirigíamos a la salida, ya estaba resignado a sus desplantes, a sus caprichos. No habría noche para mí. La salida era la única salida. Mi padre alguna vez me dijo: Hijo, hay que darles por su lado. Y hoy, el hombre, yace divorciado. Espera un momento, me dijo. Giramos y volvimos por donde salíamos. Stephanie sacó un labial de su cartera. Sí, mi cartera es una parte más de mi cuerpo, dijo al ver que la miraba con desdén. Después, con una destreza impecable, se pintó los labios mirando su reflejo en unos mostradores. Mi niña se veía más hermosa de lo que ya era. Espérame acá un momento, ya. Y diciendo esto se alejó de mí sin decir a donde iba. Entonces el estómago ya empezaba a reclamar mi cruel descuido con él. Ya llevábamos acá más de cuatro horas y era lógico que tenga hambre. Fue ahí, al cabo de unos largos minutos, que veo a Stephanie que se dirigía hacia mí con una sonrisa inefable. Ya no se le veía ni resentida ni malhumorada. Venía ella tan alegre, con su cartera en un brazo y el otro quebrando la muñeca, con cierto brillo en los ojos que hizo que me olvidara de mi estómago, llegaba caminando como una quinceañera al bajar las escaleras. Aunque parecía que habría ido al baño pues estaba algo despeinada y ya no tenía el labial en sus labios. Vamos, cariño, me dijo ni bien llegó. ¿Qué paso? ¿Por qué esa sonrisa? Ay, que sonsito que eres, y lanzó una pequeña carcajada. Por un momento creí que en verdad estaba loca. ¿No te das cuenta, tontito? ¿No vas a decirme lo hermosas que me quedan? ¡Loca de mierda! Tanto le habían impactado esas sandalias incas, que ahora, sin duda alguna, era la dueña de ellas. ¿Y las otras?, le pregunté. En mi cartera, ustedes los hombres no tienen idea para todo lo que sirve nuestra cartera. Era cierto, quién sabe para que artimañas satánicas las utilizarían.
Al final, salimos cada uno con una sonrisa sincera. Ella, por sus sandalias incas; y yo, por la noche que se venía. Y, así, todos fuimos felices.
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