domingo, diciembre 24, 2006

Go shopping!


POR UNA NOCHE acepté acompañar a mi pareja al Jockey plaza. Aunque me resulta un poco tedioso, accedí bajo la amenaza de un torso delgado insignificantemente cubierto que caminaba indiferente por la sala. Stephanie es, cómo decirlo… una chica fashion. Nunca ha deseado quedarse atrás ante la mirada inquietante de sus amigas. Siempre anda pendiente de toda revista femenina. Dieta, maquillaje, ropa, etc. Y en esta ocasión, había quedado enamorada de unas sandalias con adornos incas. En fin, asentí; mientras que me deje ver el fútbol y algo más, todo estaría en las manos de Dios.

Al día siguiente llegamos, ella sacó de su cartera sus lentes gigantescos para acompasar con todos los ahí presente. Era la gloria para Stephanie. Todos los seres de ese planeta eran como ella, todos caminaban igual que ella, vestían como ella, inclusive utilizaban el mismo dejo juvenil de ella. Obvio. Todos eran idénticos. Pero aunque no me guste decirlo, debo mencionar lo bien que los ojos se deleitan. Hay que aceptar que esos maniquís andantes alegran el día con tan sólo una mirada y la imaginación.

Ya en Ripley, al entrar, una chica vestida de azafata se nos acercó. Señorita, quisie… pero apenas empezó a vocalizar su pregunta, Stephanie, como siempre, se manifestó. Qué tienes, oye; ¡fíjate! La miró de los pies a la cabeza con una mirada entre retadora y compasiva; yo ni me inmute. Era una chica de rasgos mestizos que ofrecía perfumes. Ay, desde que los dejan entrar ya creen que pueden igualarse, ¡cholos progresistas! Así era ella, toda una dama de alcurnia, sin embargo me daba igual, que diga lo que sea; yo quería mi noche y no pensaba enfadarme.

La manera como nos conocimos fue muy extraña. Me acuerdo que le di un pañuelo en una banca del Parque de la Amistad. Lloraba como un infante, pensé que tal vez su enamorado la habría dejado o algo por el estilo, pero no fue así. Resulta que su padre, cansado de mantener sus caprichitos, dejó de mantenerla en el departamento que alquilaba a unas pocas cuadras de ahí. Estaba sola y en la calle. Me contó todo lo sucedido aquella noche con los más insignificantes detalles, fui una especie de paño de lágrimas. Yo, muy amable, decidí darle hospedaje en mi cuarto. Fue una noche que nunca olvidaré. Ya cuando formalizamos e hizo las paces con su familia, los aires de superioridad volvieron a su día a día. Quién iba a pensar que me terminaría enamorando de aquella chica.

Al caminar por ese planeta, era la víspera para el verano y la navidad. Papa Noel, y demás duendes que nunca me interesaron, significaban un verdadero dolor de cabeza para mí. En el edificio se encontraba un batallón de madres y otro de hijas. Desde pequeñas ya las preparan para la guerra. Las chiquillas corrían por aquí, por allá; gritaban, que Barbie, que mi ropa; y todo era rosado: un caos. Todo lo que habría que soportar.

Stephanie me llevó al tercer piso, volvimos al segundo, el primero, y así. Era una odisea. Ella miraba todos los productos con un afán de trance adictivo. Faltaba poco para que empezara a correr saliva de su boca. Ese festival de ropas, colores y perfumes la traía loca. ¿Qué tal me queda este Juan? Y ni bien terminaba de preguntarme: No, no, mejor éste. No sé para qué se molestaba en preguntarme si todos esos minúsculos polos la hacían verse tan bien. Es más, por mi parte, la prefería sin ellos. Además, por qué pedir mi opinión si nunca me dejaba opinar. Y éste… ay, no, mira éste, que lindo. Stephanie chequeó los bikinis, los shorts, media tienda en general, hasta que recordó para qué había venido. Las sandalias, Juan; las sandalias. Quería esas malditas sandalias con aires incas. Pero si tú a las justas sabes de Pachacutec, le dije. Cállate, ya. Wiracocha fue su padre. Era lo peor de todo, no entendía la naturaleza de este espécimen. ¿Era o se hacía? En fin, sólo me quedó optar por seguirla y continuar con la odisea. Luego, Stephanie buscó durante largo tiempo, y nada. Esas sandalias no estaban, no aparecían por ningún lugar en todo el edificio. Pero yo las había visto en el catálogo, me decía. Para aquel instante yo ya estaba resignado a seguirla y observarla como un simple tercero.

Ya habían concurrido más de tres horas, llevábamos aquí toda la mañana y como era de esperarse, ya estaba hastiado con todo: las mocosas, el rosado, las faldas, todo. Disimulé perderme ante el permanente reniego de ella. Por suerte, en los televisores, se veía un partido de la Champions league. Un verdadero partido. Creía entonces que la tortura había cesado. El alivio era tenue, pero cuando di un suspiro… Mi amor, mi amor, mira, ven... no vas a creer lo que encontré. No otra vez. La pesadilla se había reanimado. Lo más desesperante y temible era la pasividad con que ella me llevaba al tomarme de la mano. No la había visto tan tierna durante toda la mañana, y ahora, su amabilidad me intrigaba. Te aseguro que te van a gustar, me decía durante el trayecto. ¿Me van a gustar? Acaso sería algo para mí. Sería tan dulce ella, tan sólo una vez en su vida se había dignado a regalarme algo, y fue en la navidad del año pasado. Tal vez ella estaba acostumbrada a dar un regalo por año, solamente en esta fecha. Lástima que la ilusión durara sólo unos pasos. Mira, ¿no son lindas?. Eran sus malditas, pero malditas y desgraciadas sandalias de toque inca. Quién diría que esta niña que siempre criticaba a los cholos, saliera con que deseaba unas sandalias incas. Quién te comprende mujer, ni Dios... todas están locas, pensé en voz alta. Y todos son unos perros, me contestó con naturalidad. Stephanie empezó a catar las sandalias con una sonrisa que me destrozaba el alma. Pero mira, me quedan preciosas, dime si no me quedan preciosas, mi amor. Entonces recordé mi noche, y sólo me resigne a decir cuanto ella quisiese. Si quería estar acorde con sus amigas, que lo esté. Si quería estar más delgada, que lo esté. Si quería esas sandalias, pues que las tenga. ¿Total?, aceptaría todo por una noche. ¿Me lo compras, mi amor? -todo, menos eso- ¡Qué! Tú estás loca. Yo pensé que tú te lo ibas a comprar. Ya pues mi amor, mira que sino no te doy tu regalito, eh. Aceptaría todo, dije antes; pero no eso. Y para colmo de males, era mejor extorsionista que el mismo diablo. Oye Stephanie, todavía no es quincena, a mi me depositan los lunes, argüí. Sin embargo, terminada esta frase, que si bien parecía una excusa era la verdad, la amabilidad de mi pareja cambió rápidamente al fruncir el ceño. Stephanie no era de hacer escándalos en la calle, es lo bueno de su familia; pero incluso así, los vendedores no dejaban de verla cuando ella miraba al piso encolerizada. Se mantuvo así durante unos segundos, y ello no significaba más que la cólera se haría presente en su mirada. Lo siento linda, pero… Si, si, si; lo sé. A ti te depositan los lunes. Si, mi amor, discúlpame, pero… Ya, ya. Está bien. Ni bien terminó de decir esto, emprendió rumbo sin destino previo. Mis ansias por una noche se fueron por el drenaje.

Nos dirigíamos a la salida, ya estaba resignado a sus desplantes, a sus caprichos. No habría noche para mí. La salida era la única salida. Mi padre alguna vez me dijo: Hijo, hay que darles por su lado. Y hoy, el hombre, yace divorciado. Espera un momento, me dijo. Giramos y volvimos por donde salíamos. Stephanie sacó un labial de su cartera. Sí, mi cartera es una parte más de mi cuerpo, dijo al ver que la miraba con desdén. Después, con una destreza impecable, se pintó los labios mirando su reflejo en unos mostradores. Mi niña se veía más hermosa de lo que ya era. Espérame acá un momento, ya. Y diciendo esto se alejó de mí sin decir a donde iba. Entonces el estómago ya empezaba a reclamar mi cruel descuido con él. Ya llevábamos acá más de cuatro horas y era lógico que tenga hambre. Fue ahí, al cabo de unos largos minutos, que veo a Stephanie que se dirigía hacia mí con una sonrisa inefable. Ya no se le veía ni resentida ni malhumorada. Venía ella tan alegre, con su cartera en un brazo y el otro quebrando la muñeca, con cierto brillo en los ojos que hizo que me olvidara de mi estómago, llegaba caminando como una quinceañera al bajar las escaleras. Aunque parecía que habría ido al baño pues estaba algo despeinada y ya no tenía el labial en sus labios. Vamos, cariño, me dijo ni bien llegó. ¿Qué paso? ¿Por qué esa sonrisa? Ay, que sonsito que eres, y lanzó una pequeña carcajada. Por un momento creí que en verdad estaba loca. ¿No te das cuenta, tontito? ¿No vas a decirme lo hermosas que me quedan? ¡Loca de mierda! Tanto le habían impactado esas sandalias incas, que ahora, sin duda alguna, era la dueña de ellas. ¿Y las otras?, le pregunté. En mi cartera, ustedes los hombres no tienen idea para todo lo que sirve nuestra cartera. Era cierto, quién sabe para que artimañas satánicas las utilizarían.

Al final, salimos cada uno con una sonrisa sincera. Ella, por sus sandalias incas; y yo, por la noche que se venía. Y, así, todos fuimos felices.


Figura - Lisa Victoria

PORTISHEAD - ROADS

Uno de los grupos más depresivos y sensuales.

sábado, diciembre 16, 2006

La bella: la bestia


DEJARÍA A REENé POR PALOMA, era un hecho. Tantas penurias había pasado por ella, que era justo lo que estaba a punto de hacer. No era una falta, era una deuda con el destino. Al caminar por ese pasillo oscuro, ya todo estaba decidido.

Cuando Joaquín ingresó al instituto de periodismo tenía la ilusión de ser el primero de la clase. Lástima que conociera a Paloma. Esa mirada seria y sensual a la misma vez, su contorneo al caminar, su tez clara, etérea, y finalmente, esos infernales globos eran la contraparte perfecta para una chica tan callada y solitaria. Ella no hablaba con nadie, solamente con los profesores. Era sumamente delicada en su personalidad, tanto así que Joaquín no podía hacer más que observarla cuando ella pasaba. Joaquín estaba tan enamorado que sólo atinaba escribir poemitas becquerianos, los cuales se los hacía llegar por medio de cartas anónimas. Inclusive, en su cumpleaños, había averiguado su domicilio y le hizo llegar un adorno floral bajo el seudónimo de “El último romántico”. Ya todo estaba dicho, sólo faltaba una palabra: Hola. Pero Joaquín nunca la utilizó. Jamás tuvo los escrúpulos necesarios para afrontar su destino creado por si mismo. Lo máximo a que llegó, impulsivamente decidido, fue a intentar lanzarle una profunda mirada que diga todo lo que él no podía decir. Logró, por un instante, ver el abismo del cielo en los ojos de Paloma. Una infantil sonrisa fue creciendo desde su interior; pero no, qué podía hacer. No era más que un hombre.

De este modo pasaron seis imperantes meses y Reené, la mejor amiga de Joaquín, sí utilizaría el tiempo perdido. Al ver Reené que Joaquín vivía ese calvario de impotencia autónoma, poco a poco empezó a hacer notar su estima por él. Era el paño de lágrimas, pero también, el fruto dulce del olvido. Reené fue ganando no sólo la amistad de Joaquín, sino su mismo amor desilusionado. Una historia tan repetida y conocida, que Joaquín, “El último romántico”, no conocía. La amiga confidente que terminó siendo su estridente.

Pero la ilusión llamada Paloma seguía rondando por los rincones más alcoholizados de la mente de Joaquín. No era simplemente aceptar a la amiga, sino, en el fondo, era resignarse a tal. Reené lo adoraba, pero nunca ello es suficiente. Ella le había entregado todo de su persona y Joaquín pensaba: Bueno, no está tan mal. En fin, que más puedo perder. Resignado Joaquín. Acompañado, pero resignado. Querido, pero finalmente, resignado.

Fue en ese estado depresivo que decidió no entrar a clases y quedarse dubitativo en la escalera del instituto. Qué hacer, la quiero; pero... Es linda, sí, pero... no quisiera perder su amistad sinceramente. Joaquín se olvidaba que la vida da vueltas, tantas que a veces marea. Joaquín por fin lograba tener una pareja que lo quisiera y respete; pero no una amante. Ahora tenía todo lo que alguien podía desear lucidamente, sin embargo no obtenía lo que el tanto anhelaba: la idealización de un rostro.

Sin embargo, aun cuando las coincidencias son extrañas, éstas siguen siendo difíciles de diferenciar con el destino. Hola, ¿tú eres Joaquín, verdad? Joaquín quedó inmutado, perplejo, congelado por el asombro. Eres tú, ¿no? Al fin logró reaccionar para siquiera tartamudear una monosílaba: Ssí. En su cabeza no cabía esa imagen tan diafana como la realidad. Paloma. Un retorcijón lo aplacaba e impedía su naturaleza viril. Paloma hablándole. Tantas veces había deseado ese momento, que él, en ese instante, era incapaz de fingir su ensueño. Paloma lo conocía. Y es que las mujeres lo saben absolutamente todo en el fondo.

¿Por qué tan solo? Es que... no tenía nada que hacer. Un grito de auxilio bajo la blancura de una mentira. ¿Me puedo sentar a tu lado, no? Eh... sí, claro. Tal vez los ensueños florecen en la realidad, son muchas las conexiones. Así hablaron durante la hora y diez, el tiempo restante de las horas de clase. Joaquín se fue desinhibiendo, pero aún así no lograba lanzar ni una flecha en la mirada de ella. Pese a todo, Paloma no dejaba su aire delicado y sublime. No era solamente tierna en su andar, sino también, cuando vocalizaba cada palabra que salía de su boca. Labios despiadados, celestialmente asesinos. Antes de despedirse se escuchó: Por casualidad, ¿tienes enamorada? Joaquín se limitó a mirar a la izquierda y en un solo movimiento torció la boca. Después, con un beso torpe en la mejilla, Joaquín dio paso a la nostalgia del primer adiós.

Al siguiente día, Joaquín, volvió a quedar sentado en la escalera a la misma hora, diciéndole a Reené que se sentía un poco mal del estomago. Es cierto, esas mariposas son muy problemáticas, más aún cuando uno siente el pecho blanco. Al llegar Paloma, volvió a repetirse la escena. ¿Por qué tenía que ser tan dulce? Hasta parecía una ofensa tratar de tomarle la mano. Tan pulcra era, que ni siquiera merecía ser hija de la Virgen María, pensaba Joaquín. Pero a diferencia del día anterior, decidieron continuar la plática en una heladería a unas cuantas cuadras del instituto. A petición de ella, pidieron solamente dos barquillos. “Es perfecta, hasta no me hace gastar mucho.” Paloma gustaba mucho de su helado de fresa, cuando de casualidad chorreó un poco su barquillo por la comisura de la boca. El afortunado Joaquín dejó de ser él, y con delicadeza limpió la mejilla de Paloma teniendo cuidado de no resquebrajar su finura. Fue ahí, sí, cuando los dos pares de ojos acertaron a mirarse al unísono. Fusión de pupilas nigérrimas. Y así se fue incrementando el reflejo de ambos en los ojos del otro. Calló la noche. Fue el carnaval del soñador.

Ya cuando salieron al día púrpura Joaquín acordó con Paloma en volver al instituto pues tenía que recoger sus pertenencias. Él estaba tan feliz de caminar tomado de la mano con su ensueño que olvidó a Reené. La amiga, la confidente, no tenía la culpa del destino. Y al llegar, tratando que no se percate Paloma, Joaquín esquivó los lugares transitados por su verdadera pareja. ¿Cómo le diré ahora? Llegó al 7mo piso y notó que ya no se encontraba nadie en su salón. Todo estaba sombrío y con pocas personas alrededor.

Y sí pues, ahora, al caminar por ese pasillo oscuro, había decidido dejar a Reené. Entró al salón y fue Paloma quien cerró la puerta con seguro. Esto ya no merecía ser llamado ni ensueño ni realidad, ni siquiera el destino. Era algo más. Pero como todo hombre, la conciencia lo trajo de vuelta a sus pies. él intentó zafarse de sus propias manos. La mente muchas veces estorba el desarrollo del hombre. Sin embrago sus labios cada vez más se apegaban a los de ella. Sus lenguas parecían manos entrelazadas temerosas de separarse. Así, él se apegaba más a ella por el deseo instintivo de hacerla una parte más de su cuerpo. ¿Querría regresar al vientre materno? No, pésima imagen. Simplemente quería ser varón. Hacerle notar su virilidad desde el ardor de sus labios, el aprisionamiento de sus brazos, y también, su apuntante entrepierna. Quería atraparla, retenerla y suminizarla para él solo. Hacerla el lado incoherente de su personalidad, en otras palabras... quería hacerla su mujer.

Sus cuerpos sumergidos en el olvido de lo mundano agredían la paz de ese cuarto. No eran las sombras, no era el silencio; era la angustia, la ansiedad de lo prohibido. El roce ardiente de las masas que perturbaba el ambiente como el sol a una carretera en el desierto. Y conforme iban dejando las vestimentas en el suelo, éstas parecían aún respirar. Ropa sucia, adolorida, casi sin entrañas. Los cabellos de ella imitaban el vaivén del mar donde cada onda atentaba contra la gravedad. Los aromas se volvían más intensos a medida que el frote atrevido se convertía en la magia de los cuerpos. Ella arqueaba su lomo al ras de toda la mesa, mientras tomaba a su hombre por la nuca, acercándolo a sus dos frutos maduros. Él absorbía y mordía con pasión sus montes, mientras tomaba el muslo de la ninfa y lo flexionaba. Él empezó a descender por el camino de Dionisos hasta llegar al centro del mundo. Ella, echada, yacía impotente sobre la mesa cuando él empezaba a besar tímidamente su ser depilado. Como un afeminado reprimido besaba tiernamente los pliegues de sus piernas. Esos ángulos sensibles y desesperantes. Ella creía ser una rosa a la cual desnudan pétalo a pétalo hasta llegar a su alma. Y como una caricia, él seguía descendiendo con su inquieta lengua. Los ojos de la mujer brillaban al ver la luz del limbo. Esos movimientos cíclicos inundaban el rostro perpetuo de su amante. Como un río que se sale de se cauce, ella ya no aguantaba. La espera se tornaba larga y desesperante, era como esperar la muerte al fin. Penétrame, por favor, penétrame. Él, terco, empezaba a jugar con sus dedos dentro de ese mar de fragancias. Ya no aguanto, penétrame penétrame. El mordía su cáliz a medida que la bella mortal sentía desfallecer. Y sin decir nada se detuvo un segundo. Se paró, la miró con ojos fulminantes y la jaló. La volteó bruscamente y la apegó hasta hacerla sentir la erección que él sostenía. ¿Qué vas a hacerme? él la empujó de su nuca y la colocó bocabajo en ese frío llano. Hazlo ya, házmelo. Él jugaba con ella al tocar las puertas del cielo y no introducirse en sus profundidades. Ya no aguanto, clávame, clávame por favor. Hasta que por fin la volvió a tomar de la cabellera y la envistió con furia tocando el límite. Así, así. La bestia había despertado. La vehemencia se apoderó de su cuerpo. Como una fiera, como un animal rabioso sin raciocinio. Más duro, así, dame más duro. El ritmo se aceleraba y el jadeo era universal. Ella sólo transpiraba y abría las ramas de su alma cada vez más. Él tomaba su busto y lo apretujaba como a fruto prohibido. Sí, sigue, sigue. Y fue entonces cuando ella empezó a convulsionar y a romper el sonido con sus monosílabos entrecortados. Sí, me vengo, me veg... Así, él también sintió la música de sus latidos. Ambos miraban más allá del cielo, a orillas del río, estallando en la voz de la humanidad. La flama de la fusión se compactó. La maquina milenaria se había despojado de la piel, para así, poder olvidar la existencia y ser uno con la nada.

Terminada la faena, resumida la vida, volvieron a ser humanos. Joaquín se vistió con nerviosismo, apresurado como un ladrón, como reo ante la fuga. En cambio Paloma, lo hacía con toda la naturalidad femenina. Y cuando ya estaban saliendo, antes de abrir la puerta del mundo, Joaquín la tomó de las manos, y como quien pide perdón, se lanzó a darle un inocente beso. Un momento, cabrón -a la vez que se lanzaba a apretar vorazmente su entrepierna-. Tú no me vuelves a mirar jamás, y anda escribiéndole tus poemitas de perdón a tu enamorada. ¡Qué crees, que no sabía! Pobre cojudo. Se va enterar la perra esa, y se va enterar de la peor forma. No eres más que un pobre huevón para mí. Paloma apretó con mayor vehemencia y, por fin, se desquitó del miembro de la presa; abrió la puerta y con absoluta grandiosidad, caminó por el pasillo moviendo las caderas sin volver el rostro atrás. Mientras tanto, el último romántico yacía tendido en el piso, gimiendo en una posición fetal, tomándose de su antiguo guerrero. Ya no importaba nada ni nadie y es que el destino suele doler, ya que la verdadera bestia, al final del camino, siempre despierta.


Figura - Luis Royo