La Monroe...

… de pronto apareció. Mórbidamente tierna, ella me cautivaba con el sonido de sus tacos medianos al andar. Caminaba arqueando levemente las rodillas, escondidas bajo una fina falda negra. La miraba de espaldas –una mujer que no necesitaba de jeans ficcionales como las de hoy-. Ella caminaba, y yo me veía postrado el vaivén de sus caderas. De repente volteó y me dio la cara. Una mirada risueña, un cabello rubio plata, unos labios lascivos y aquel maldito lunar al sur este de su boca. Y su voz, ¡Oh dios, y su voz!, me embelesaba con su inocencia ¡Ay niña, si todas las mujeres fueran como tú! Ya no me importaba nada. Es más, deje la mano de mi pareja que yacía a mi lado. No me interesaba lo que fuera a pensar ella. Mucho menos toda la gente ahí reunida en ese pequeño cinematógrafo; yo solo quería deleitarme con aquella mujer perfecta. Bajo ese manto de cándida sensualidad se escondía una de las mujeres más bellas de todo el siglo XX. Tal vez algunos digan que es sólo actuación; pobres ilusos... “Perdónales dios que no saben lo que dicen”.

Y en verdad, pese a la capacidad de todo actor dentro de una película -específicamente en una comedia-, Marilyn Monroe tiene algo distinto a cualquier actriz que la hace ser una musa en la pantalla. Es bella, sí; pero tiene algo más. Muy aparte de mi sumisa posición a dicha mujer, Marilyn Monroe es grande porque tiene lo que pocos actores han tenido y es algo sumamente importante en esa carrera: Espontaneidad.

Esa mujer se distanciaba de todas las demás actrices por esa espontaneidad. Así haya sido una depresiva y pésima en las funciones laborales. Ella es Marilyn Monroe y hasta hoy no he visto que alguien se le compare en su rango. Simplemente, sublime. Sublime.

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